Mandra es mi gata. Y no lo es porque viva en casa a días, cuando a ella le parece. Ni porque cuando está en casa me maúlle pidiéndome latas para comer; ni porque me salte sobre la falda para que le haga carantoñas y ella corresponda con ronquidos suaves y dulces; ni porque la lleve al veterinario si hace falta; ni tan solo porque tenga una cartilla donde lo dice. Mandra es mi gata porque ella así lo quiere.
Es una gata poco “aparente”, parda, no muy rallada. No demasiado grande, pero ágil y buena cazadora, inteligente y muy buena negociadora. Dentro de la jerarquía de todos los espíritus de casa es uno de rango muy alto: mantiene a raya al resto de gatos, más jóvenes y fuertes, incluso más malencarados; y también a la perra, que le multiplica el peso por 20. Y lo hace con una sola mirada. A veces suelta un “buf”, pero nada más. Ella es pues la que se acerca al plato de comer la primera y husmea para ver si le conviene, o la que se sube a la silla más cercana al fuego los días más crudos del invierno. Es la señora de la casa.
Segura de sí misma, no tiene ningún problema en pedirte que la acaricies o en enroscarse cerca de ti, o sobre ti, en el banco o en el sofá, y hacerte mimitos a la vez que te pide que se los hagas a ella en justo intercambio.
A mí me ha buscado para que la ayudase a parir cuando ha intuido que sola no podría y ha roto aguas sobre mi falda, me ha dejado enjugarle sus pequeños y criarlos cuando ya han sido mayores. Les ha enseñado a salir conmigo de ayudante y a pedirme comida y juegos.
Por eso digo que es mi gata: porque se siente libre y ella quiere serlo.