Puede ser bueno o malo, el olor siempre está presente. Sólo hace falta ser consciente, algunas veces ni eso, porque te golpea el cerebro en el centro de la emoción y todo lo demás pasa a ser secundario. Se aprende a diluir la distinción entre bueno y malo: no todos los olores malos son tan malos y además pueden servir como alerta sobre algo que sin ellos hubiese pasado desapercibido; mientras, todos los buenos son buenos y se evocan a sí mismos incansablemente. ¡Me puedo imaginar cómo olería la casa si hiciésemos pan!
Tengo un problema en la vista que me impide distinguir ciertos colores: los marrones y los verdes se me mezclan, las tonalidades son una quimera para mí, eso tan rojo que tú ves tan claro para mí forma parte de un todo uniforme. Aún así, me sorprende la viveza con que se anuncian las flores, la riqueza de matices en las plumas de los pájaros, el azul infinito del cielo tras el blanco de las nubes, los grises impactantes de la tormenta, los rojos tardíos de la puesta de sol y ese violeta, que ahora ya sé qué color es “violeta”, con que la tarde va anunciando a la noche.
Quizás sea el agua, quizás la sal, quizás la combinación. O tus manos que mezclan, sin mayor complicación, aceite y hierbas y especias y hojas y hasta flores, porque he comido flores crujientes de sabor suavemente dulce y fresco. Quizá la altura potencia el sabor, o quizá es el olor, que viene primero, el que prepara al cuerpo para que sepa a qué sabrá. Quizá sea la proximidad del fuego, quizá el calor primordial de la brasa, quizá la materia prima inmediata: el huerto, los huevos, las hierbas, la cooperativa. Quizá que todo se hace con cariño y eso al final el cuerpo lo sabe.
Olores, colores y sabores son aquí más fuertes, recios, directos, presentes: reales.