Estamos por lo general tan atareados y pensativos que mientras caminamos durante el día vamos mirando hacia abajo, como mucho hacia al frente para no tropezar, mientras que por las noches nos dedicamos a mirar pantallas que nos divierten y hacen olvidar por un rato los problemas del día, o nos los vuelven a recordar, antes de irnos a dormir deprisa deprisa.
Esta actitud nos impide gozar del mayor espectáculo gratuito que se nos pone a disposición, como es el cielo: el diurno y el nocturno. Un espectáculo que no se repite nunca pues nunca vemos dos veces lo mismo cuando miramos al cielo: si es de día se pueden observar matices de color, de luminosidad, de brillo y de tono diferentes cada vez, tanto si hay nubes con sus múltiples combinaciones de formas como si se nos presenta raso y azul. Si es de noche, lo que parece estático no lo es para nada: cada momento es también diferente del anterior, a veces con la sutileza de una estrella fugaz o de una nube que impide parcialmente nuestra visión; otras con la rotundidad de una luna llena que cambia toda nuestra percepción o de la fuerza sin control de una tormenta con su despliegue de rayos y truenos. Sin entrar en la maravilla de observar la Vía Láctea o las constelaciones, testigos de nuestros pasos desde tiempo inmemorial.
El cielo en este rincón del Pirineo se ofrece en toda en su grandeza y no es posible no fijarse en él, de día o de noche, y no asombrarse a cada momento de su belleza y su presencia. Al contrario que en la costa, donde se puede llegar a confundir con el mar y conformar una amalgama de azules, verdes o grises, aquí el contraste con la tierra, con las montañas, los árboles, los prados o la nieve, es una constante que enriquece el paisaje y deja un rastro continuo de postales. Al contrario que en la ciudad, que con sus luces artificiales ha dado la espalda a estrellas, planetas y demás, aquí alcanzan una nitidez y una relevancia excepcionales.
Y no es sólo el placer estético de la contemplación de un espectáculo tal: es la serenidad que transmite su observación, la capacidad para darnos perspectiva y ajustar la importancia relativa que tienen nuestras preocupaciones, nuestros cuidados, nuestros miedos. El cielo nos acompaña en este tránsito de días y noches que llamamos vida y nos recuerda, por mucho que nos enredemos, lo que somos sobre lo que creemos ser.
Recuperar el cielo es volver a tener una referencia que últimamente muchos hemos perdido y que, aunque sea inconscientemente, echamos de menos. Es lógico sentirse perdidos en un mundo interior, artificial, que proporciona bienestar pasajero y siempre incompleto, que nos impide encontrar nuestro lugar en el mundo, entre el cielo y la tierra.