Hoy es Navidad y hay un ambiente diferente. Hay más de dos palmos de nieve, pero los chicos no paran, moviéndose arriba y abajo: esperamos visitas y hay mucho trasiego. Muy temprano por la mañana han venido a dar de comer a las cabras y al remover la hierba seca su característico olor inundaba el aire. Sólo el rozar de la hierba y algún balido rompen el silencio que mece la luz gris de la mañana.
Los pequeños quieren salir, empiezo a sentir las contracciones. Es la segunda vez que doy a luz y ya reconozco lo que me pasa. No tengo miedo, seguro que saldrán tan dulcemente como han entrado. Después de algunas horas de trabajo ya tengo aquí al primero, luego al segundo y al tercero… son tal y como los había visto, con el pelo tupido, negros como el perro pastor del rebaño y con las manchas de la leche que tiraron aquel día. !Quizás finalmente no fue un sueño! Dos más grandes y la pequeñita, dos hembras y un macho.
Ahora toca lavarles deprisa y cuidar que se sequen, que está muy frío. Son fuertes y están sanos. Aún no ven y van a tientas, gorditos, con la cabeza redonda donde aparecen unas orejitas triangulares enganchadas a las sienes y el morro recortado. Se quejan y aúllan agudo, pidiéndome, citándome, exigiéndome. ¡Bienvenidos, pequeños! ¡Os calentaré y alimentaré, os enseñaré a jugar, a ladrar, a nadar, a repartir cariños y a defender el rebaño!
Pigot ha entrado un momento, es un culo inquieto y no para nunca. Me ha dicho: “muy bien, K, ¡son preciosos! ¡Que alegría que estén aquí!”