Hoy os quiero escribir sobre “mis” patos porque por la mañana he visto un vuelo de ellos en ordenada formación sobre el río y después, todos a una, se han dejado caer juntos hacia su lecho como si fuesen hojas de los árboles de la ribera. He pensado: puede que estén ahí mis pequeños, qué bien que voléis libres.
Los recogieron en un paso de cebra no muy lejos. Eran tres y corrían como posesos sin ver a su madre. Posiblemente ésta hubiese llegado a encontrarlos donde fuese, pero a menudo nos interpela el sentimiento de protección e intervenimos. Los tres cabían en la palma de una mano, así de chiquitines eran.
Al cabo de unos días llegaron a casa. Ya sólo eran dos, y tuvimos pues que proveernos de una casa para ellos. Fueron al gallinero, al comedero bajo el ventanuco, y tuvimos que poner sacos en las juntas de las tablas para que no se escurrieran.
Crecían. Daba alegría verlos en las piedras de la pared aclocados para descansar. Tuvimos que ponerles una bañera que fue creciendo con ellos: el cambio se producía tan pronto las patas tocaban el fondo. Y un día ya pudieron mezclarse con las gallinas y salir a la era como ellas, picotear, revolcarse en el suelo, tenderse al sol… cosas de patos, o no sólo. Comenzaron a cambiar la pluma, momento de mucha expectación por si serían hembras o machos y por fin, la solución: se vistieron con unas mangas de un azul intenso muy bonito que se irisaban al sol. De este momento no podemos enseñaros la foto, no llegamos a tiempo: un día uno y después el otro echaron a volar y se fueron.
Lo hemos hecho bien: han crecido y son capaces de ir allí donde les llaman. Que os vaya bien, ¡venid a vernos cada primavera!