Todavía nadie se explica cómo fui capaz de traer al gallo de vuelta al corral. Hoy os lo voy a contar.
La historia comienza con una gamberrada de Foc, una más: un día de primavera, mientras alguien andaba tranquilamente por el gallinero, se coló y comenzó a perseguir gallos y gallinas. En el revuelo uno de los gallos más jóvenes voló, saliéndose primero del gallinero para cruzar después la carretera e ir a aterrizar entre los árboles del otro lado, bajo la casa, junto a Cal Pere. Unos cincuenta metros en línea recta: una inmensidad para un ave tan poco voladora como un gallo.
Desde allí intentaron atraerle para atraparle y llevarle de vuelta, pero todo intento no sirvió de nada. El gallo se acomodó entre las matas y los árboles de los prados bajos del pueblo y allí se quedó, tan campante.
Auba y yo bajamos el siguiente fin de semana para ver la manera de poder cogerle. Le dimos de comer y de beber, le tuvimos a un metro de distancia, porque el gallo se confió y vino a donde estábamos, pero en el último momento, cuando intentamos echarle un saco encima, se coscó y se fue rápido: no hubo forma de que se volviera a acercar.
A partir de entonces empecé yo mi estrategia: bajaba cada día con pienso y agua, le llamaba haciendo sonar el recipiente donde le ponía la comida, y cuando el gallo aparecía yo me retiraba y me sentaba por allí cerca y… le empezaba a hablar. Negociaba con él, intentaba convencerle de que su vida en el gallinero era mucho mejor “que aquella vida allí solu, gallu, hombre, qué vas facer aquí sin los tus compañeros, con lo bien que tais tos xuntos…”. Al hablar con el gallu me salía el acento de la tierra, qué le voy a hacer. No deja de sorprenderme.
La cuestión es que al tercer o cuarto día de esta rutina el gallu apareció antes de que le llamara, fue como si viniera a verme y me saludara, y a mí se me encendió la luz: en vez de ponerle el pienso en su sitio y dejar que comiera, empecé a hablarle y a caminar hacia arriba, hacia la carretera, sin dejar de hacer sonar el plástico con los granos de maíz. El gallu empezó a seguirme, y yo seguí convenciéndole en asturiano, que es un idioma como muy de gallos.
Pasamos momentos delicados porque el gallu no quiso seguir el camino más corto y tuve que llevarle varios metros por la carretera, con el peligro que eso conlleva. Un par de veces estuvo a punto de morir atropellado, pero tuve la suerte de que salió del susto y las volanderas consiguientes encarado a mí, y yo en ningún momento dejé de hablarle ni perdí el contacto visual. Cuando encaramos el camino hacia el gallinero después de cruzada la carretera supe que ya le tenía.
Costó una media hora larga traer al gallu de vuelta, pero ahí está: ahora es feliz con los sus colláceos y yo noto que tengo una conexión especial con él, que nos entendemos y que somos conscientes los dos de la aventura que compartimos aquel día para volver a casa.
Quién dice que los problemas no se resuelven hablando. Incluso con los gallos.