Para cualquiera que pase por este lugar será un torrente como tantos en la Forestal, una salida de agua que recoge la montaña en tiempo de lluvia, de fundida de nieve o de fuentes que brotan del subsuelo.
Para mí es un lugar especial: situado en una confluencia de caminos, estos delimitan el espacio casi en triangulo. Me gusta caminarlo desde el puente de piedra por el que pasa hasta el torrente principal y hasta encontrar los prados de arriba. Antes y después del puente hay una pequeña zona llana para descansar y saciar al caminante, pinos y un par de sauces que con sus brazos alargados hacia lo alto dibujan el cielo. Más arriba el torrente de agua: ahora espumoso porque en la bajada pica con las rocas; ahora saltando para ganar espacio en la pendiente; ahora más calmado al encontrar un obstáculo y estancarse. Me gusta en especial el trozo donde hay una gran piedra por donde el agua no se para, como en un lavadero imaginario al que sigue un pozo que permitiría el baño de entes menudos como son las hadas.
Desde que lo conozco – cuando era niña a menudo comíamos al otro lado del puente, más abierto, más soleado – siempre me ha parecido un rincón habitado por la magia, lleno de hadas.
Cuando crecí ha sido el sitio donde me ha gustado dejar los sentimientos tristes y contrastar con su frescor los alegres. Donde me gusta compartir las emociones con los que quiero. Donde quiero beber y sentir el agua corriendo por fuera y por dentro de mi cuerpo.
Por muchas veces que vaya siempre es diferente: es la luz, son los colores, los olores, el punto de brote de las hojas y las flores, los árboles nuevos y los que se han muerto, muchos tumbados por la nieve mal caída la primavera anterior. Siempre es diferente pero siempre mantiene la esencia… ojalá lo supiésemos hacer de manera tan sencilla nosotros, como seguro que sí lo saben hacer las hadas.
Os lo comparto…