Así empiezan la mayor parte de las clases de Feldenkrais. Para una disciplina que nos enseña a conocernos, a entender cómo nos instalamos en el mundo a partir del cuerpo que tenemos y de sus movimientos, es primordial romper con la postura habitual erguida y llevarnos al suelo. El suelo nos ayuda a reconocernos, actúa como un espejo: la presión que las distintas partes del cuerpo ejercen contra él nos da mucha información relevante sobre nosotros, sobre nuestro estado actual, sobre nuestros bloqueos y nuestras tensiones. A partir de este reconocimiento podemos hacer cosas y, cuando al final notamos la diferencia entre cómo estábamos antes y cómo estamos después de la lección, aprendemos algo. Y ese algo queda y ya es nuestro. Aprendemos a través de las diferencias, de los cambios.
Tumbarse boca arriba en el bosque tiene un plus: el cambio de perspectiva permite contemplar el mundo de otra forma, notar que es redondo y percibirlo en toda su amplitud, olvidar por un momento nuestro afán constante por hacer y avanzar para tomarse una pausa y recordar, tal vez, a dónde queríamos ir antes de ponernos en movimiento. Porque las personas somos porque nos movemos, no sabemos ni podemos estarnos quietos. Pero de vez en cuando es necesario parar y sentir y apreciar y percibir, aunque sólo sea para confirmar que nuestro movimiento y nuestra intención van de la mano.
Por eso siempre he pensado que hacer Feldenkrais en el bosque es una combinación magnífica, y que las lecciones que ya de por sí nos enseñan o nos despiertan saberes que habían quedado enterrados con la edad y los hábitos multiplican su valor en un entorno natural, sin artificios.
Qué gran experiencia tumbarse boca arriba en el bosque, abrir los ojos, cambiar la perspectiva, sentir cómo la tierra nos sostiene, soltarnos, seguir los movimientos que sabíamos hacer cuando éramos niños, combinar niñez y madurez para recuperar la mejor versión de nosotros mismos, la más completa, la más real. La más auténtica.