Añorada y agradecida

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Era un mediodía de invierno, con nubes a ras de tierra. Neviscaba. La luz del sol buscaba filtrarse por aquella humedad y el horizonte casi rosado. De la furgoneta se bajó Adelina con una caja de cartón y dos cachorros menudos. Dos chicarrones a los que habían abandonado en una curva en el bosque y que habían sido acogidos en un criador antes de ir a la perrera. Uno de color toffee con los ojos azules y otro más pequeño, negro con reflejos y el color de aquel cielo en sus ojos.

Tenías, o mejor dicho, tienes, los ojos de Liz Taylor: de color lila agrisado, revoltosos. Lo sabías y mirabas largo para que todos se diesen cuenta. Me convenciste nada más llegar. Estaba claro que el nombre era Boira (Niebla) y ya lo hiciste tuyo al día siguiente.

Un regalo poder tenerlos, calmarles el miedo, darles de comer, prepararles una caja junto al fuego para que durmiesen. El macho se fue a casa de una amiga y la pequeña revoltosa y malencarada se quedó con nosotros.

Te soltaba un gruñido y te enseñaba los dientes por menos de nada, sin importarle la relación de medida con el adversario. Pese a este carácter no eres nada agria ni malhumorada, tienes alegría, ganas de divertirte y de ser útil. Considerada con los mayores, adaptándote a su paso, estimulándolos con tus juegos, mirando atentamente cuando te hablan; dulce con los pequeños que dejas que te trasteen; atenta conmigo.

Menuda pero fuerte y ágil, de cuerpo y de mente, eres mi compañera durante casi 10 años. Tiempo en el que han cambiado muchas cosas y en el que me acompañas en todo lo que nos proponemos, poniendo incluso a prueba tu miedo irracional a volver al bosque y que te dejásemos allí. Siempre el mejor momento es cuando volvemos al coche para ir a casa.

Tengo muchas aventuras que hemos vivido juntas para contar, muchos momentos en que sencillamente me has querido y he sentido tu ayuda y tu alegría. Puede que en algún otro escrito cuente alguno. Hoy sólo quiero contar cómo me encontraste y cómo me ayudas.

Todos mis amigos, también los de más de dos piernas, me han dejado un regalo o una enseñanza. Tú, Boira, me hiciste vencer el rechazo inconsciente al contacto. Tú lo necesitabas y constantemente buscabas la manera de tener la máxima superficie de tu cuerpo enganchada al mío. Después de muchos sustos y de muchas reacciones automáticas que me hacían saltar de tu lado, fui consciente de lo agradable que es sentirte cercana, apoyando ligeramente el peso sobre mí, tibia, con tu pelo limpísimo y suave, como un mantel de velludo, que muy a menudo huele a sol; de la confianza que tu sentías y me contagiabas; de la complicidad.

Espero haber correspondido a este regalo y tener presente en adelante tu coraje. Ahora yaces bajo el roble del campo y continúas acompañándome y velando por mí.