Boira me cambió la vida.
Durante muchos años yo tuve miedo a los perros, como tantos. Miedo irracional, ilógico, infundado: nunca tuve un mal encuentro con ninguno. Pero por influencias familiares, pusilanimidad personal y a saber qué cosas más, desde niño no fui capaz de acercarme a un perro. Es más, me alejaba corriendo en cuanto alguno se acercaba, actitud que no hacía más que complicarme la vida: invariablemente el temido pensaba que yo quería jugar y me perseguía y me retaba, para mi desesperación. Puede que el problema fuese ése: yo era un niño que no sabía jugar.
Ya de mayor he intentado dominarme, pues racionalmente pensaba que no había razón para tanto miedo. Pero el miedo no atiende a razones. La primera vez que fui a casa de Boira y se puso a ladrar y a enseñarme los dientes como si fuese su mayor amenaza, me provocó temblores y sudores fríos. Estuve a punto de irme, a punto. Pero no me fui. Es una de las decisiones de las que más orgulloso me siento, si no la que más.
“¡Manos encima!”, fue la orden que lo cambió todo. En mi segunda visita, cuando estábamos en el mismo punto del que no avanzó la primera, ese grito movió lo que fuese en mí que me hizo ser valiente y ponerle las manos sobre el lomo. Fue un momento mágico: dejó de ladrar y de gruñirme con los dientes fuera, dejó ir su cuerpo contra mis piernas, noté su calor y lo que quería decirme: que ladraba porque ella tenía tanto miedo de mí como yo de ella, porque no sabía cuáles eran mis intenciones y que si yo quería podíamos ser buenos amigos. Todo eso me dijo mientras le acariciaba el lomo, y yo la entendí.
Desde entonces el tono de su ladrido cambió. La oía ladrar desde el momento en que posaba un pie fuera del coche que me llevaba a su casa, pero ya no era una amenaza sino un saludo, un ¡hola! lleno de cariño y de ganas de jugar. Siempre recordaré cómo me escondía un palo en su boca para que fuese a buscarlo y cómo yo, incapaz aún, nunca me acerqué a aquellos dientes blancos que tanto me habían perturbado; cómo se apontocaba contra mis piernas buscando mi contacto; cómo me pedía que la acariciara pegándome golpecitos en la mano con el morro. Todos sus movimientos eran finos, delicados, utilizando la fuerza justa para su propósito.
Creo que nos entendimos porque los dos partíamos de la misma situación: teníamos miedo. Un miedo quizá explicable en su caso, inexplicable en el mío. También quizá fue por eso que ella nunca perdió el suyo y yo sí voy perdiendo el mío. Pero yo no lo hubiese conseguido si ella no me hubiese explicado cómo. A su manera, sin palabras, con su cuerpo, sus movimientos, su cara tan expresiva sólo con un subir bajar de orejas o un movimiento de ojos, su compañía, su delicadeza, su intuición para detectar estados de ánimo. Su personalidad sin ser una persona.
El miedo irracional no se vence con la razón, hay que buscar más allá. Boira me acompañó a ese lugar que no es físico sino mental: un estado del espíritu. Ella me cambió la vida y yo le estaré siempre agradecido. Desde el cielo de los perros me recuerda cada poco: pon las manos, toca, juega, diviértete, atrévete a quitarme el palo de entre los dientes, ráscame la espalda, ¡venga, hombre!, libérate.