Ya os he hablado de mis calcetines de día, pero no todavía de mis calcetines de noche.
Si los de día son un punto de rebelión personal, los de noche son, cómo decirlo, para reconciliarme con el mundo.
Generalmente soy friolera y los periféricos – nariz, culo, pies, manos – siempre están unos grados por debajo de lo que sería aconsejable. Un poco mejor, aunque fresquillas, las orejas. No sólo me lo parece a mí, también se lo parece a los que tengo más cerca.
Para vestirme utilizo capas como las cebollas. El momento de irme a la cama no es una excepción y lo que no perdono son unos buenos calcetines que me calienten los pies. Sin los pies a temperatura no puedo dormir ni pensar en nada más que en el frío que tengo en ellos. Cosas de mujeres, dirán algunos. Puede que sí.
Mis calcetines de noche puede que no sean glamurosos. Son gorditos, con trocitos de silicona antideslizante en las plantas por si me levanto, no muy altos de pierna para que no carguen demasiado. Imprescindibles.
Cuando ya estoy en la cama y cierro los ojos el día entero pasa por delante de mí y veo las cosas que he hecho bien, las que me gustaría haber hecho de otra manera, las que he dejado de hacer, las puntas de nerviosismo o de mal humor que me debería haber ahorrado a mí y a los que me acompañan… y soy consciente de mi cuerpo, de dónde se han colocado esos nervios y esas quejas, de las manos que no quieren quedarse quietas, del tronco extendido, de las piernas, de los pies que se van calentando y cómo con ellos el resto del cuerpo va entrando en calor. Me gusta taparme hasta la nariz, a veces sumergirme entera bajo las sábanas y sentir cómo la temperatura va haciéndose más agradable y me voy adormeciendo. Y de repente ¡plas!, ya me he dormido.