Tijeras

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He pasado muchísimas veces por este camino de rodadura que lleva a los campos altos donde antes se cultivaba el trigo. He pasado de paseo desde hace unos años y con las vacas conduciéndolas hacia los pastos cuando era niña. Con carro ya no he pasado y siempre me ha maravillado pensar en cómo debían hacerlo con un animal o una pareja para transitar con aquel volumen detrás por este sendero.

Pero aquel día fue especial: al mirar al suelo me sorprendió ver un objeto oxidado. Aquel hierro viejo me llamó la atención y alargué la mano siguiendo los ojos y la nariz siguiendo la mano. ¡¡Eran unas tijeras!! Unas tijeras muy viejas que quién sabe los años que llevaban escondidas en el camino. ¿Qué querían ahora haciéndose visibles, enseñándose? ¿Qué me querían contar?

Rápidamente pensé en mi madre llevando la bolsa de costura para entretenerse en las horas en que el ganado pastaba. Aquella bolsa tenía magia: botones, retales de colores, lanas, hilos y agujas junto a los trabajos que había que hacer: zurdidos y rotos corcusidos, retales que poner, labores de punto o ganchillo que después se montarían…

Como mi madre, la suya antes, y todas las chicas del pueblo, debían llevar su bolsa de labores para coser y todas habrían pasado por aquel camino quizá pensando en cómo resolverían la tarea mientras seguían el paso pausado de las vacas. Puede ser que su pensamiento se fuese a cómo se vestirían el domingo para ir a misa o, si era verano, si irían a alguna fiesta mayor. Y a veces pensarían en algún chico que las cortejaba o que ellas querrían que las cortejase.

Puede que llevasen el vestido nuevo para la fiesta para repasarle los puntos flojos, para hilvanar, o para coser y rematar; puede que manteles o ropa de cama para bordar para su ajuar; quién sabe si unas bragas o una camisa de dormir como las que he visto empezadas en casa.

Y una de ellas, un día, perdió las tijeras. Puede ser que las echase de menos al llegar al campo o quizás las perdió de vuelta. Lo que es seguro es que los días siguientes las buscaría rehaciendo los pasos que hubiese hecho antes pero no quisieron entonces mostrarse todavía brillantes, metálicas. En los pueblos no se iba a la mercería cada día y aunque se tuviese el dinero, que no siempre era el caso, tal vez no fuese conveniente sustituirlas.

Ahora están en mi casa, cerca de la máquina de coser de la abuela, una Singer de pedal con la que yo aprendí a coser. Espero que me desvelen su secreto el día que quieran y que, ya que están aquí, sirvan para cortar lo que me convenga en algún tejido o en alguna situación o en el espíritu.