Está frío afuera, es invierno en la Cerdaña pero se está bien dentro del corral. Siento el olor tibio del rebaño y su rumor a mi lado. Se mueven despacio a esta hora, sólo alguno de los más pequeños tiene todavía ganas de jugar y perturba al resto, que se tiene que recolocar. Se oye el ruido de la leche que cae en el cubo acompasadamente, como una melodía dulce, mientras Nil y sus compañeros ordeñan para hacer queso mañana.
Un ruido metálico irrumpe: es la caída al suelo de un cubo de zinc, ¡rediós! Me levanto y veo a los tres cachorros negros con Pigot, manchados por la travesura. Los dos mayores han dado un salto y ya no están cerca del cubo, pero tienen el rastro blanco en la piel. La pequeña se ha quedado quieta más atrás. Tiene el hocico dentro de la leche que se ha derramado en el suelo y le chorrea por el pecho, que ahora luce una T blanca. Las cuatro patitas también se ven blancas por abajo, como si llevase zuecos.
¡Ay!, cuando os vean los chicos, ¿cómo se lo explicaremos? ¿cómo les compensaremos el trabajo que han hecho y que hemos tirado al suelo? Espero que no se enfaden demasiado… sois pequeños y tenéis ganas de curiosear y de jugar. Voy a buscarlos…
La mano de Nil me acaricia y abro los ojos. Levanto la cabeza y veo las cabras que se mueven, a una la están ordeñando y el cubo está entre sus rodillas. Nada ha perturbado la calma. ¡Ha sido un sueño!
Los cachorros se mueven en mi barriga. Pronto nacerán y su hocico hambriento y curioso me seguirá a todos lados. Me noto muy pesado y el sueño va ganándome acostada cerca del rebaño, guardándolo.