Cal Teclo me enganchó desde la primera vez que me llevaste. No deja de ser un pajar grande al final del pueblo, pero tiene una prestancia y una presencia que le hacen parecer algo más, mucho más: un gran sitio para vivir. Habría que hacerlo entero por dentro, sí; no se podría llegar con un coche, no; cuando nieve se quedará fácilmente incomunicado, vale. Pero ¿y esos ventanales enormes que se presumen con una vista infinita? ¿y ese patio de piedras enormes que parecen llevar ahí desde siempre? ¿y ese asomarse al pueblo y al valle entero desde un lugar privilegiado?
No puedo evitar pensar en cómo sería una vida juntos ahí arriba. Ya sé, ya sé: no tan diferente de unos cuantos metros más abajo. Pero déjame imaginar: un lugar abierto y acogedor, con el mobiliario justo para vivir, hecho a nuestra medida, sin herencias recibidas, ordenado, con hueco en los armarios y una nevera siempre llena. Con una cocina para cocinar, una cama para dormir, un baño para bañarse, una mesa para trabajar y un sillón para descansar y leer un poco. Con vida y con límites, sin paredes y con el techo alto, muy alto.
A veces subo hasta allí con Uixa y con Foc y los gatos que quieran acompañarnos, nos sentamos en una de las piedras del patio y leemos un ratín o, apoyados sobre el poyete de pizarra, miramos hacia el gigante y su barbilla tranquila o hacia el puerto que nos trae las nubes. Entonces te echo de menos y pienso que nada mejor que compartir techo contigo. Donde sea y como sea. Pero qué suerte si fuese en Cal Teclo.