Aquel día subimos, aunque realmente no hacía falta: era martes laborable, había guardia en casa… en principio nada hacía prever que estaríamos allí esa noche. Pero durante el día nos llegó la mala noticia de que habían atropellado a Miu, una de nuestras gatas más queridas y que más tiempo llevaba en casa, la gata carei. Durante unas horas luchó por seguir viviendo, pero finalmente no pudo. Así que decidimos subir para despedirla y estar todos juntos en ese momento triste.
El miércoles pues amanecimos arriba y seguimos el protocolo normal de día de trabajo: madrugar bastante, dejar los desayunos del arca listos, desayunar nosotros y coger el coche para ir al trabajo. Cuando apenas llevábamos dos kilómetros recorridos carretera abajo, en una zona de recreo con mesas para parar y mirar el paisaje – ¡cuántas cámpers habremos visto ahí dándonos envidia! -, las antenas de Auba, siempre alerta, detectaron algún tipo de presencia. “He visto unos ojos bajo la papelera, creo que es un perro”. Paramos el coche rápidamente y entramos a ver.
Y efectivamente allí estaba: se trataba de un cachorro algo crecido, que esperaba paciente bajo la papelera la vuelta de quien fuese que le había dejado o perdido allí. Dudamos un momento si llevárnoslo: quizá se lo habían descuidado y volverían a por él. Un detalle nos hizo pensar que esto era poco probable: no llevaba collar ni ninguna identificación visible. Tenía toda la pinta de ser un abandono. Así que decidimos llevárnoslo a casa y a partir de ahí ver si tenía chip o no y por dónde seguir. No era opción dejarle allí solo y asustado.
No opuso ninguna resistencia cuando Auba le cogió firme y lo metió en el coche. Era dócil, incluso demasiado dócil, lo que nos afirmó aún más en la convicción de que no estaba allí por casualidad y que probablemente en su corta vida no lo había pasado demasiado bien. Anduvo con el rabo entre las piernas días enteros. No se atrevía a comer en cuanto se le ponía la comida: esperaba a que no hubiera nadie cerca para hacerlo, aunque estuviera muerto de hambre. Cuando veía una mano acercarse pensaba siempre lo peor y se tiraba al suelo, derrotado. Ponerle su primer collar costó lo suyo: se resistía a estar atado, a estar sujeto, a no poder moverse por sí solo.
Por una casualidad dimos con un nombre perfecto para él: Foc (Fuego). Tratar con él no fue fácil: es un perro con miedo y esto trastoca a cualquier ser vivo, no dejándole llevar nunca una vida relajada. Su relación con el resto de los animales de casa, aunque ha ido mejorando, tiene un punto de tensión agravada por su facilidad para gruñir a cualquiera que se le acerque y no le guste y por su carácter nervioso y algo pendenciero. Si hay un lío, ahí está Foc: gatos desparecidos, gallos que vuelan del corral, vecinos asustados por su marcaje…
Pero han pasado más de seis meses desde que le encontramos y ya es uno más de la familia. Probablemente nunca será el perro más tranquilo ni más apuesto del valle, pero da igual. Foc llegó para quedarse. Quizá el espíritu de Miu, una gata tranquila y elegante, mudó al primer habitante posible y, priorizando el seguir a nuestro lado, encontró en Foc, un perro nervioso y despeluchado, la única manera de hacerlo. Sea como fuere, el destino los unió: aunque nunca llegaron a coincidir en casa yo siempre he visto una continuidad y una relación entre la marcha de una y la llegada de otro. No olvidaremos a Miu y cuidaremos de Foc lo mejor que sepamos.