Por la mañana, un poco más allá de las siete y media, la luna estaba bajando por la sierra de la cruz de Guils. Se dibujaba redonda, luminosa, diría que contenta de la noche que había pasado, contra el cielo azul y limpio de nubes de la mañana. Ya clareaba.
Me he apresurado a hacer lo que tenía que hacer en los corrales y cuando volvía a casa para desayunar estaba aún más cerca del horizonte, siguiendo pausada su camino.
He dudado unos segundos, he entrado en casa y te he cogido de la mano para sacarte fuera… el espectáculo lo merecía y nos hemos quedado parados más debajo de casa mirando cómo se hundía poco a poco, cómo rozaba las ramas de los pinos más altos, como parecía abrazarlos.
Recordaba la visión de esta misma luna la noche antes, primero insinuando su luz en entre unas estelas de nube blanca creando una luz misteriosa mientras subíamos el puerto del Cantó, ya bien visible al comenzar el puerto y desde la sierra después donde se ve todo el valle hasta el Cadí y el Port del Compte, y durante el camino de bajada de vez en cuando, hasta desaparecer. Después ya completa tras el Roc de les Agudes cuando llegamos a casa.
Se veía más dorada recortada en el cielo, percibíamos las manchas de su superficie, su personal orografía – si se puede decir así -. Iluminaba tenuemente el paisaje hasta el punto de poder pasar por los caminos no arbolados sin ningún peligro una vez la vista acostumbrada. La seguimos durante un rato y nos despedimos de ella antes de ir a dormir y de encargarle el cuidado de nuestro mundo, como siempre.
“Tenemos pan tostando en la sartén”, de prisa a la cocina… al poner el pie en el primer escalón de la puerta el olor a chamusquina ya era evidente. Nos hemos mirado: “demasiado tarde”. Hemos repetido las tostadas, pero, para mí, han sido unos minutos bien aprovechados, muy especiales.
Gracias por acompañarme.