Hubo una época en que salía de casa para ir a trabajar y bajaba muy temprano, a veces de noche, a veces cuando acababa de salir el sol. Si ya había luz me paraba en el mirador del Cadí y sacaba una foto. Cada una es diferente y, por muy bonitas que sean, no pueden ni de lejos transmitir la belleza y la serenidad del paisaje real.
Uno de esos días el sol asomaba entre las nubes y dejaba caer unos pocos rayos sobre el valle. Con la perspectiva desde el mirador esos rayos parecían iluminar solamente una curva del río, dejando lo demás en una penumbra incierta, y convirtiendo el agua en oro ni que fuera por un momento.
Este efecto me hace recordar el Nacimiento que poníamos en casa por Navidad cuando era niño. El río era un trozo de papel de plata del que se usaba para envolver los bocadillos. Cuando la sala en la que estaba quedaba a oscuras sólo se podía adivinar la luz del río, un río de plata.
De niño un río de plata, de mayor un río de oro. No puedo pedir más.